El tiempo es la arena caída al otro lado del reloj; es la cantidad de veces que el agua cayó y volvió a elevarse; es tambien el número de círculos dentro del tronco de un árbol; es el viento, con sus palabras silenciosas; es absolutamente todos los colores de las hojas: verde, amarillo, naranja y por último, marrón. Es la gente, los animales y las rocas.
Son sus manos, de las que nadie escapa. Son las marcas que nos deja. Es la fuerza que nos brinda y las lágrimas que nos arranca.
Se manifiesta en las arrugas en la cara, los cayos en los pies, la blancura del cabello e incluso en la muerte. Es el conocimiento y la duda, la aceptación y el rechazo. Es el vacío del olvido y la satisfacción del recuerdo.
Con el tiempo aceptamos y entendemos, crecemos y nos curamos.
Creamos y con el tiempo destruimos, porque lo mismo hace con nosotros el tiempo.
Con el tiempo nos encontramos, y en el tiempo nos perdemos.
¿Qué son los recuerdos, las mentiras, las anécdotas, las experiencias? ¿Y la palabras? ¿Qué soy yo? ¿Qué somos nosotros? ¿Qué nos conforma?
El tiempo que nos hace y deshace a su gusto, nos moldea y nos transforma, nos enseña más que cualquier maestro, pero cuando se aburre nos borra, nos desaparece, nos descarta. Sin dejar rastro, somos olvido. Las marcas que dejamos en nuestro mundo resultan invisibles, casi inexistentes. Ya ni siquiera somos una sombra en la oscuridad o un susurro en el bullicio.
Y entonces comprendemos: no somos más que tiempo. Nos compone y nos hace diferentes de los demás, incomparablemente únicos. Pero nos olvidamos que en eso todos nos parecemos.
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